viernes, 22 de febrero de 2013

Capítulo XV

If I tell you
Will you listen?
Will you stay?
Will you be here forever?
Never go away?
(...)
Hold me tight.
Please don’t say again
That you have to go.
A bitter thought.
I had it all.
(...)
The sweetest thought.
I had it all.

Bittersweet-Within Temptation





Despertar. Abrir los ojos tan solo, pues mi mente todavía seguía inundada por la reminiscencia de aquella noche. Noté en un primer y tímido movimiento, mi cuerpo completamente seco friccionando contra otra piel. En el momento en el que cerré los ojos por un parpadeo, volvieron otra ver las emociones que con tanta fuerza habían aflorado dentro de mí; aquel amor que no debería estar sintiendo, aquella alegría triste, y entonces escuché un suspiro. La tapicería del sofá rozaba uno de mis brazos y mi mejilla al estar acostada encima del cuerpo de alguien, un torso extremadamente delgado que suavemente se balanceaba en una respiración. Me deslicé un poco hacia abajo, pudiendo apoyar mi cabeza en una clavícula sobresaliente primero, y después un poco más abajo. Abrir los ojos, que todavía inciertos en su campo de visión se entrecerraban para seguir durmiendo. ¿Y cuánto tiempo habría pasado? Los rayos de sol que entraban por la ventana del salón me habían despertado; eran lo suficientemente potentes como para indicarme que sería casi mediodía. Mas seguía con ganas de dormir. Hundí la cabeza en su hombro para bostezar silenciosamente, amordazándolo contra sus huesos, para chasquear la lengua después, melosa. Sergey. Quise pronunciar su nombre, mas tenía los labios demasiado resecos, la garganta demasiado aletargada como para poder emitir el más burdo sonido. Volví a acostar mi cabeza con más ahínco, en busca de comodidad, y me quedé en silencio cavilando. La proposición que me había hecho aquel atardecer, cuán imprudente era. ¿Acaso estaría dispuesta? La respuesta era obvia. Él la sabía, yo también. Pero, ¿por qué? Aquellas dos palabras inundaron mi mente de cuestiones sin respuesta. ¿Por qué vas a hacerlo? Decía. ¿Por qué vas a sufrir con él pudiendo vivir como hasta ahora? Repicaba. ¿Por qué vas a dejarle entonces? Inquiría. ¿Por qué es eso lo que quieres elegir, con millones de opciones que tienes en la vida? Y todas desembocaban en una sola pregunta: ¿Por qué él? Sí, él, concretamente él, el paciente 2.074, Sergey Valo, el moscovita al que las calles adoptaron como hijo. Había sido sólo un número, un número más. Apuesto a que si aquel día, nublada por el cansancio, me hubiese quedado en casa, o mejor aún, hubiese tardado un poco más, unos minutos, los que les llevase terminar la partida de canicas, habría ido tranquilamente a su habitación y, sin siquiera fijarme como solía hacer, le habría dado la medicación, colocado la vía del suero, y marchado sin más. Ningunos ojos verdes me habrían quitado el sueño, habría ahorrado cientos y cientos de lágrimas, ahora, en ese preciso momento no estaría allí con él, mirando de reojo cómo duerme mientras pienso en todos los caminos que podría haber seguido, en el rumbo que tomaría la vida de los dos, si aún en otra situación, un choque casual, un inesperado suceso, nos hubiese juntado igualmente, si estuviésemos predestinados, o fuimos nosotros los que alteramos drásticamente el rumbo de nuestras vidas a la deriva, que se van perdiendo entre la niebla de la incertidumbre, entre las chispas de lluvia que cae como la muerte, juntándolas.

Me levanté sigilosamente del sofá, estirando las piernas mientras me sostenía con ambas manos, sacando los pies paulatinamente, para que no notase la ausencia. En cuanto me hube puesto de pie le observé de nuevo en silencio. No me importó en aquel momento dónde demonios estaría mi ropa; lo único que parecía existir para mí eran aquellos párpados finos, clausurando sus ojos de aquel color verde que semejaba soñado. Me incliné hacia él, apoyando ambas manos en mis rodillas. Tan cerca, que podía mismo escuchar su respiración escaparse por la boca entreabierta, reseca de haber enjuagado tanta saliva en la mía propia. Le acaricié con la mirada, no me atrevía a despertarle, aquella vez sí dormía profundo, sin ser de una manera forzada como sucedía en el hospital, al saturar sus venas de Diacepam, hacer que entrase en un estado ya no de sueño, sino de inconsciencia, en el que no pudiese sentir nada. Ni dolor, ni una caricia. Y en aquel momento parecía tener su cuerpo en un estado de vigilia sonámbula, tener los poros de su piel abiertos, sensibles a cualquier movimiento, a cualquier leve alteración del ambiente que flotaba a su alrededor, cualquiera podría ser el desencadenante de la rotura del sueño. No obstante arqueé la espalda, y en un fugaz instante así su labio inferior con los míos, dotándolo de humedad, de dulzura, de cariño. Me pregunté si había podido sentirlo, mientras me erguía de nuevo, sin poder dejar de mirarle. No pude evitar recordarle cuando había ido con él a radioterapia, también estaba dormido cuando lo había ido a buscar, la misma expresión, el mismo gesto, de serenidad, de alivio, de sosiego, con un ápice esta vez de satisfacción, de alegría, ¿de felicidad? Sonreí levemente, dándome la vuelta para poder buscar mi ropa. Mi camisa, mi pantalón, mojados antaño, parecían estar secos ya, tumbados sobre el parqué, mas un tanto arrugados. Los aprehendí entre los dedos, oteando por mi ropa interior. Estaban allí, en una esquina, cerca de la pared. Justo donde Sergey los había dejado. También los cogí, apresurándome a vestirme silenciosamente, intentando que él no se despertase, ahora que estaba tan profundamente dormido. El cabello, habiéndome vestido ya, me lo recogí en una cola de caballo, atándolo con el coletero que tenía engarzado siempre en la muñeca. Posteriormente, escribí, sobre el papel de una factura antigua que guardaba en el bolsillo, unas palabras, dulces, breves, concisas que deposité sobre el pecho de Sergey. Supe que las notaría. Sin atreverme a besarle de nuevo, para no despertarle, salí de su casa y, posteriormente, del piso.

Y entonces se detuvo la lluvia. Se detuvo el mundo cuando abrí la puerta. Un aura fulgurante envolvía cada paso que daba, cada movimiento de mi melena castaña, cada breve sonrisa al pensar que un corazón palpitante me esperaba en casa. Avancé por las decadentes aceras, gozando de cada sonido de traqueteo de mis tacones, sintiendo como si fuesen la banda sonora de una película que no había hecho más que empezar. Ahora los dos estábamos lo suficientemente lejos del hospital para poder clamar que la batalla estaba perdida, pero al menos nunca más se tendría que volver a librar. Una suave brisa matinal parecía enredarse en mi cabello, acariciando mi piel blanquecina, haciéndome recordar aquel tacto de las manos de Sergey, gélido, lacerado, rasposo, peligroso, candente, atronador, como millones de serpientes recorriendo con sus escamas metalizadas mi cuerpo desnudo, entre besos húmedos de unos carnosos y finos labios pálidos, vibrantes, rebosantes de vida, de saliva y de amor. Y aquellos ojos, siempre tan apagados, intentando sacar chispas de la oscuridad entre sonrisas furtivas, las vi brillar repletas de vitalidad, vi arder la pasión en sus pupilas, la vi inflamarse como pólvora, crepitando entre besos impregnados de una respiración cálida como un manto grisáceo de dulzura. Le había visto vivir, y nada podía ser más gratificante.

Me había fijado aquella vez en cada tienda de ropa, olisqueado cada puesto de flores, le había sonreído al día, y agradecerle al cielo que no llorara de emoción. Llegué a mi piso tras una larga caminata. Mi piso, pensé, este ya no es mi piso, y entonces una sonrisa amplia cruzó mis labios. Hoy llegaré a casa y me estará Sergey esperando. Cenaremos algo, quizás veamos la tele juntos, le dejaré incluso ver el fútbol si él quiere, aunque me tenga que perder el programa de medicina de Discovery Channel, y después, después haremos el amor. Sí, allí en el sofá, tapados con la manta gruesa, mientras resuenan los ecos de la televisión, me acurrucaré en sus labios, y lo haremos lentamente, tiernamente, dulcemente, hasta consumar, hasta que lo sienta muy dentro, y luego me quedaré dormida en sus brazos, con la cabeza apoyada en su pecho, así, cavilaba mientras abría la puerta de entrada, tras haber pasado por el ascensor, y escucharé su corazón, cómo late, y sonreiré, sonreiré porque pensaré “sigues vivo, mi amor”, y no será tan sólo un anhelo, ni una ensoñación, ni una preocupación como cuando dormía sola, sino una realidad, seguirá vivo, mi Sergey, mi niño, seguirá vivo.

-¡Ñawr!-ah, claro, sí, las cosas.

Comencé a rebuscar entre mi ropa, cogiendo la más importante, la que más a menudo llevaba y la que podría ser más práctica para mí. Descubrí tantas prendas que ya me quedaban estrechas, tantas que hacía años que no veía, alguna que había comprado en un arrebato y no había vuelto a poner…Como aquel vestido de color morado, completamente ceñido a mi cuerpo. Si me sirve, pensé, sonriendo ampliamente, Sergey me lo verá puesto. Me era imposible no pensar en él y no quererle, y no quererle sin amarle. Ahora estaría profundamente dormido, pensé, y cuando se dé cuenta de la notita, quizás ya esté de vuelta en casa. Necesitaba recuperar el sueño perdido. Aunque no podía evitar pensar en el sueño en el que podría sumirse. Solamente haría falta una leve presión sobre la tráquea, en un estado de nerviosismo, y sus pulmones no aguantarían. En mi propio pecho crece un malestar efervescente, que burbujea por todo mi esternón, solo con la mera idea de que pueda perderle…

-¡Ñawr!-es verdad, las cosas.

Coloco toda mi ropa en una maleta de color azul marino que guardaba por casa. No era santo de mi devoción, pero al menos tenía ruedines, y me sería más fácil llevarla. Posteriormente, me dirigí al baño portando un neceser de color rosa pastel. Como decían en tantas revistas de humor, una mujer no se ha instalado en el hogar de su amado hasta que no invade su baño con sus cremas hidratantes y su cepillo de dientes. Aunque no era mucho de cremas, sí guardaba cada muestrario de colonia que me daban en las tiendas, para poder llevar cada día una fragancia distinta. Era algo que me revitalizaba; mi olor decía mucho de mí. Desde un aroma dulce a uno tenue que pasa desapercibido, a uno natural con regusto a fruta. Sin embargo, el aroma de Sergey era siempre el mismo. No llevaba colonia, nunca en mi presencia lo hizo, mas su olor corporal no era desagradable, al contrario. Su piel llevaba impregnado un aroma similar al de la menta fresca, mas mezclado con canela y polvo, quizás a madera. La verdad, no sabría distinguir todas las esencias que hacían de su olor innato tan tremendamente especial. Quizás, a lo que realmente olía era a Rusia, olía a trastes de guitarra, a pasión, a entrega, a desafíos. Olía a fuerza, recogía cada fragancia de la calle. Del asfalto, de la acera. Su lateral del cuello desprendía un aroma a noche fría y a sangre burbujeante.

Tras haber cogido mis perfumes, los champús y el cepillo de dientes, conteniéndolos en el neceser, lo guardo dentro de la maleta, en un rinconcito entre la ropa.

RING, RING.

Mierda. ¿Quién podrá ser? Mientras me acercaba al móvil, se me pasaba por la cabeza que pudiese ser alguno de los trabajadores del servicio de telefonía, que siempre pugnaban porque contratase servicios que ya había contratado o que no me interesaban en absoluto. Mas mientras extraía el móvil del bolso, un nombre se me cruza en la mente. Sergey. Sin mirar, alegremente descuelgo, respondiendo:

-¿Diga?

-“Sergey, he ido a coger unas cosas a casa. Vuelvo pronto, aunque no te preocupes si tardo. Te quiero. Postdata, adoro verte dormido”.

Efectivamente, era él.

-Veo que la has leído.

-Estaba encima de mí, era un poco difícil no darse cuenta.-rió levemente, de forma entrecortada, un tanto ahogada, mas tremendamente hermosa.

-Es que es verdad, cielo.

-¿El que estás en tu casa o el que adoras verme dormido?

-Ambas cosas.-me quedé un momento en silencio, esbozando lentamente una sonrisa, cada vez más y más ancha y sincera, espolvoreada con un leve tono de rubor.-Sergey. Esta noche ha sido la mejor de mi vida. Nunca había sentido lo que sentí entonces.

-Yo tampoco.-escuché al otro lado del teléfono cómo tragaba saliva.-Ha sido una noche muy especial para mí.-musitó, tal y como lo haría un seductor nato al descubrir que uno de sus ligues le ha robado el corazón.

-Volveré pronto, estoy acabando de recoger la ropa.

-¿Quieres que vaya a ayudarte?

-No, me las arreglo sola. Solamente tengo que coger un par de cosas más y ya me voy.

-Bueno, bueno, como quieras. Yo te espero.

Nos quedamos un instante en silencio. Ambos queríamos decir algo, sentíamos la tensión de las palabras golpeteando contra nuestras bocas, pero no sabíamos el qué. Podía escuchar su respiración profunda desde el otro lado del teléfono.

-Sergey…

Me aventuré a hablar primero. Era como si no quisiéramos asesinar una conversación que acababa de empezar.
Todo lo relacionado con la muerte nos daba un enorme pavor.

-Qué…

-… ¿Cómo te encuentras?

Aquella era la pregunta que llevaba todo el día queriendo hacerle y él toda la mañana temiendo escuchar.

-…Bien. Como siempre.

-¿Te encuentras bajo de fuerzas, o algo?

-Que estoy bien. No te preocupes.

-Te tomo la palabra.-concluí, cerrando los ojos. Quería pensar que sus palabras eran ciertas, mas él llevaba enfermo el suficiente tiempo como para tener la capacidad de saber fingir de forma bastante eficaz los síntomas.-…Sergey…-volví a pronunciar su nombre, solo queriendo obtener una respuesta de su parte.

-…Qué, mi amor.

Volví a enmudecer. Solo el hecho de oír su voz me hacía sentirme más tranquila. Feliz, me atrevería a decir.

-Que te quiero. Que estoy deseando volver a casa y dormir entre tus brazos.

-Yo también te quiero. La casa está vacía sin ti, te extraño.

-Quiero oír tu corazón, saber que estás bien, quiero sentirte, Sergey, con todo mi cuerpo.

-Isabel, estoy contigo.

-Pero vamos a colgar.

-Pero sigo estando contigo.

-¿Y si te fueras?

-No me iré. Seguiré contigo.

-¿Siempre?

-Sí, vida. Siempre.

Volvimos a extinguir nuestras palabras. Me sentía a gusto, había dicho cosas que necesitaba oír. Y yo le había contado al menos una cuarta parte de todo aquello que debía decirle. Acaricié levemente las teclas del teléfono. Quizás al otro lado de la línea Sergey notaría esa suave caricia en su mejilla consumida y huesuda, descendiendo por el lateral palpitante y estructuralmente frágil de su cuello.
En ese momento cortamos la llamada a la vez, desde puntos distintos de la ciudad de Santiago, en conjunción perfecta.


Continué haciendo la maleta, ¿qué más necesitaría? Algún libro, quizás, para poder pasar el rato. Metí uno o dos de anatomía, mis favoritos, y los que más se centraban en el problema que padecía Sergey. Entre eufemismos dudaba si llamarle problema, error o desgracia. Me coloqué de puntillas. Algún libro de Nietzsche me ayudaría a mantener la mente serena; alguno de Edgar Allan Poe, a escaparme del mundo; Bécquer, a buscar la belleza en el dolor. Y algún otro ejemplar que todavía no me había leído de autores variados. El cansancio me puede, haciendo que me tumbe en la cama mientras cavilo si queda alguna cosa más que guardar. Aunque sabía que mi mente se iría como suele por las ramas. Me invadió como un irracional miedo terrible, que provocó que mi cuerpo se tornase trémulo y dócil. A cada sentimiento de terror absoluto de llegar a perder todo lo que tenía en aquel momento, a que se derrumbase mi mundo precario, me sobrevenían a la mente las cálidas palabras de Sergey, con aquella voz cascada, grave y rota. Isabel, estoy contigo…sigo estando contigo…no me iré, seguiré contigo… Sí vida, siempre…


La oscuridad se apoderó de mis ojos hasta que pude ver una luz resplandeciente ante mí.

1 comentario:

  1. ¡Vaya! Sabela es toda una intelectual :) Ais, juntitos hasta que puedan que par más monos o3o

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