viernes, 1 de febrero de 2013

Capítulo XIII



“Y aunque caigas en el suelo mil veces y mil veces no te puedas levantar… 
Yo te ayudaré a vivir.”

La última línea. Una última frase que colmaba de comprensión aquel poema. Toda la noche escribiéndolo había merecido la pena. Era justo lo que había querido plasmar. Íbamos a vivir juntos, la vida que él quisiese. Recordar, olvidar, experimentar, amar, sufrir, llorar. Su risa era mi risa. Sus suspiros, mis suspiros. Su vida, mi vida. Le ayudaría a no perderla, a mantenerla firme dentro de él. Que siempre que rozase su piel una ráfaga de sangre provocase un latido más a su corazón. Que cada contacto hiciese saltar una chispa en sus pulmones y abastecerlos de aire. Que un simple beso pudiese servir de motor, que siguiese girando y girando el iris de sus ojos. Yo le ayudaría, claro que sí, por supuesto que lo haría. Pero si él me enseñaba primero a no llorar. Tendría que haber sido yo la que bajo una cortina de alegría escondiese mis sentimientos; era él el que debía derramar lágrimas, desahogarse, liberar tensión en riachuelos de agua salada por sus consumidas mejillas. Le vendría tan bien, se quitaría un peso tan grande de encima, tan grande, que quizás le ayudaría a poder volver a respirar. Yo le enseñaría, le ayudaría, pasaría horas intempestivas en la cama del hospital con él, sonriéndole mientras él llorase, para calmarlo tras haber descargado impotencia. Eso haría. Pero tendríamos que necesitar mucho tiempo, y el tiempo se agotaba tan rápido como la velocidad del sonido. El tiempo… era lo único que nos faltaba. Como arena entre los dedos se nos escapaba con rapidez, sin darnos tiempo a poder recuperarlo sin perder todavía más del venidero, sin poder conservarlo sin que pequeñas partículas de conchas rotas nos resbalen por los nudillos. Ni siquiera dos pares de manos son suficientes para retener arena tan fina, ni siquiera para retrasar su frenética huída. Ni siquiera miles y millones de lágrimas la harían frenar, sino saltar como si cayese en ella una violenta chispa. Y él tendría que seguir contenido en la habitación, jaula para todo aquel que desea volar, cual cárcel de barrotes blancos, atado con fuertes cadenas contenidas en cables de cobre clavándose a lo largo de todo su cuerpo, ya tan consumido por la enfermedad, tan frágil, tan trémulo y pálido, sobresalientes sus huesos cubiertos de piel, ya no de carne, los cuales mismo son fáciles de agarrar, y mismo de romper, como si estuviesen hechos de vidrio fino; el más mínimo movimiento en falso y se resquebrajarían en miles de pedacitos de un color blanco roto, se esparcirían como sueños, como la esperanza, gran ramera, como lágrimas, por el suelo de la habitación, escondiéndose entre los huecos de las baldosas. Fuera seguiría lloviendo grácilmente sobre el jardín reflejado en sus ojos.

Y otra vez el repiqueteo de mis tacones negros sobre los yermos azulejos blancos del pasillo, que parece estarme chillando que me estoy equivocando por enésima vez al ir a verle, mas se contradice a sí mismo dejándome avanzar hasta el fondo. Otra vez las miradas en la entrada, en el ascensor, en cualquier lugar dentro del infernal recinto, pobre chica, dominada como un animal por sus instintos, dominada como una estúpida por el amor, dominada como una sensiblera por la caridad, y la compasión, y la tristeza. Haberse echado a perder, dirían, entre las sábanas de un enfermo terminal, uno que más valdría que se muriese para dejar una cama libre. Uno que no puede darle nada más que volátiles esperanzas, que sueños en sublimación, que besos fugaces, breves, entrecortados, en lugar de longuísimos y cuasi eternos contactos de labios, deteniéndose entre cada uno a jadear como un maldito perro. Las ignoré, hice caso omiso a las taladrantes miradas. No me importaba lo que pudiesen pensar, Sergey era mío, sus pulmones eran míos, y yo los iba a cuidar a contracorriente, ni el más inicuo de los males, pensaba en aquel momento, me los iba a arrebatar de las manos. Preferiría sustentarme en verdades efímeras que en duraderas mentiras. Me detuve en el pabellón, avanzando con rapidez, casi a trote, por el pasillo. Los niños estaban jugando al fútbol en pandillita, y entre ellos estaba la pequeña Gloria, de portera otra vez. Me sonrieron, saludándome con la mano enérgicamente; desde que había jugado con ellos, me querían casi tanto como a Sergey. Les devolví el saludo de una manera más discreta, con el propósito de no entretenerme demasiado. Me detuve enfrente de la habitación 200. Me cercioré mirando el cartel que se alzaba sobre la puerta, y luego volví a fijar la mirada en el manillar. Quizás si hubiese llamado a la puerta la verdad habría caído sobre mí como una grácil pluma, balanceándose suavemente sobre el aire, soltada en el momento justo. Pero no.

Entré sin apenas hacer ruido con los tacones, mismo conteniendo la respiración, procurando que mi presencia lo sorprendiera. Me asomé tras la cortina amarilla, y durante un segundo la imagen me invadió los ojos. La camisa del pijama estaba sobre la cama, indiferentemente esparcida por las sábanas. Frente a mí, la espalda de Sergey, dejando a descubierto la serpiente de su nuca, devorándose a sí misma, como las gotas de lluvia mordían los cristales de la ventana, transformando su silueta en una etérea sombra negra que parecía vagar sobre el cielo grisáceo sin dueño que la sujetase. Libre. Su cintura se volteó suavemente, agarrando una camisa de color blanco con finísimas bandas cian, aprehendiéndola entre sus dedos, para después colocarla sobre sus hombros, introduciendo sus brazos consumidos por las mangas. Antes de darme tiempo a ejercer de mediadora entre mis impulsos y mi conciencia, me dirigí hacia él con velocidad, clavando los ojos en la camisa, y en el pantalón vaquero negro, que ceñía sus piernas largas, y me situé a su lado, apoyando una mano en su hombro y girándolo en el acto bruscamente hacia mí. Sus ojos verdes, embargados por el sobresalto en aquel momento, que parecía palpitar en el centro de su pupila, se clavaron en los míos, anegados de incertidumbre, estrangulados por el dolor hasta el punto de doler cada parpadeo.

-Sergey, ¿qué haces así?-le pregunté, con un ápice de temblor en la voz.-Métete… Métete en la cama ahora mismo si no quieres ponerte mal.-le agarré por la muñeca súbitamente, y el resto pasó en el tiempo que me duró sentir en mis dedos un latido de su vena.

Fue él el que me cogió de la mano entonces, asiéndola con fuerza, entrelazando con violencia mis dedos entre los suyos. Volví a mirarle. Sus pensamientos se volvieron diáfanos para mí en un momento, en una agitada exhalación salida de mis labios. El tiempo se detuvo entonces por un instante. De nuevo, noté todo girar alrededor de mí. El ruido ensordecedor del pasillo. Las enfermeras, los médicos, enfermos, enfermos, enfermos, los niños, trabajo, trabajo, la lluvia… En ese momento el único lugar que existía para mí era el congelado mundo que habíamos construido en tan poquísimo tiempo, y que parecía querer quebrarse con el más mínimo movimiento, con el roce más insignificante en la piel del otro. Sus palabras fueron tácitas para mí en aquel instante, mas no quise escucharlas, tan solo agudicé el oído para notar la brisa, el helor que salía de sus labios entreabiertos, produciendo el ronroneo más dulce que podría haber escuchado nunca, como si fuese el suave sonido de repinique de la lluvia. Se sentó sobre la cama súbitamente sin dejar de mirarme, y yo le seguí, sin articular ni la más mínima palabra, ni el más leve ruido, nada. Tantas vueltas, y vueltas, y vueltas, tanta rapidez alrededor de nosotros, y ajenos a todo nos seguíamos observando mutuamente, como si el tiempo no pasase, eso que tanto nos escasea, que tanto deberíamos valorar, lo dejamos escapar mientras exploramos los ojos del otro todas las inefables verdades, los sentimientos en construcción y los sentimientos en acto que alberga dentro de sí. Mis dedos se mantenían entre los suyos, mas poco a poco se fueron asomando a su muñeca; ahora su corazón latía tan tranquilo, como siempre, tan distante de la realidad, un golpe tras otro, un segundo tras otro, acumulándose. Un golpe tras otro más de vida, un golpe tras otro más de sentimiento, de amor, quizás de tristeza, de impotencia, pero un golpe tras otro. Notaba como si contuviese su corazón entre mis manos, otro bien preciado que proteger, observar cómo poco a poco se consume como una flor que se va marchitando. En aquel momento el entero cuerpo de Sergey, todo lo que albergaba dentro, se volvió tan transparente y tan diáfano, como si enteramente estuviese cubierto por vidrio fino, que contenía dentro de sí gotas de lluvia, acordes de guitarra, con su ritmo incesante, y algo que contarme.

-Isabel, me voy.-consiguió arrancar, volviendo de nuevo ambos a la realidad. En nuestro mundo no existían los cánceres ni los hospitales.

-¿Qué te vas?-arranqué, nerviosa, sacudiéndome.- ¿Estás loco? No…No te puedes ir.

Él en cambio hablaba con aquella voz gravísima y suave, casi como una sónica caricia; tan calmado, tan sereno, tan velado, pero a la vez con ese manto cetrino sobre las cuerdas vocales, aquella leve congoja, inaudible, intangible, cubierta con su respiración acentuada.

-Domínguez me ha dado luz verde. Dice que quizás sea lo mejor, si es que no quiero pasar aquí lo que me queda de vida.

-Pero él no manda en ti. Si quieres seguir con el tratamiento, yo me encargaré de que sigas.

-¿Y de qué serviría, Isabel, de qué serviría?-esta vez sonaba con mucha más amargura aquella voz, con ese ápice de resignación, aunque sin querer todavía rendirse.-Tengo metástasis hacia el hígado y la garganta, ahora sí que no hay marcha atrás. Dice que me seguirá dando la radio de vez en cuando y la quimio paliativa. Unos ansiolíticos para tomar y unos corticoides, para cuando me encuentre mal.-me relató con mucha calma esta vez, aunque bajando ligeramente la voz, convirtiéndola en un muy leve susurro.

Negué con la cabeza varias veces, sin perder el contacto con sus ojos. Mis lágrimas no podían permanecer cubiertas más tiempo, y comenzaban a salir a borbotones, como sangre de una herida abierta. En una décima de segundo como un rayo mi mirada se desvió hacia el suelo, cerrando en el acto los párpados con fuerza. Mi pecho se convulsionaba en sollozos ahogados, intentando no herirle, no hacerle daño, y a la vez sacar todo aquel dolor dentro de mí, aquella impotencia. No había nada que hacer, Domínguez había dicho que era una causa perdida, pero no, no, me negaba a creerlo. Tenía que haber alguna solución, no dejaba de repetirme, cualquiera, por muy arriesgada que fuese, será mejor que no hacer nada. No podía dejar que se me escapase, como si fuese lluvia entre mis dedos. Mis párpados se entreabrieron entre la niebla que había arrastrado mi llanto. Noté una presión cálida en mi mejilla de la que ni siquiera me había percatado antes. Sentí un influjo protector alrededor de mi tronco, acariciándome la espalda, los codos, rozando cada poro excitado, haciendo que se tranquilizase, y poco a poco se fuese acostando sobre mi piel. Alcé la mirada, encharcada todavía de lágrimas. Era Sergey que me abrazaba con ahínco, con fuerza, mas con suavidad, con mucha delicadeza, procurando otorgarme ese calor que tanto necesitaba, esa quietud. Una de mis manos lentamente se fue elevando, rozando cada pliegue de su camisa, cada frágil costilla, catándola con las yemas de mis dedos, haciendo que su tacto se quedase grabado a fuego en cada rincón de mi mente, hasta llegar a apoyarla al lado de mi rostro, sobre su pecho, rozando mi nariz. Sé que me hablaba, que no dejaba de besarme, de susurrarme, mas no escuchaba absolutamente nada más que su respiración profunda, ronroneando en mis oídos, y el suave sonido de pizzicato de la lluvia sobre los cristales. Alcé completamente los brazos, enroscándolos en su cuello como una serpiente dulce, la cual intenta con su tierna mordida insuflar vida dentro de un cuerpo tan derrotado, tan frágil, tan desgarrado y roto ya. Escuché cómo su respiración escapaba entre sus dientes, traduciéndose como una llamada dulce a la calma, como un siseo extremadamente delicado, prácticamente inaudible, mas eran perceptibles sus tiernas vibraciones sobre el esternón. Agudicé entonces el oído, para poder escuchar su voz grave y velada, susurrando con mucha serenidad:

-Isabel, deja de llorar. Aquí no se ha perdido nada que no estuviese ya perdido.-inclinó sus labios para brindarme un beso sobre la frente.

Mi mano tomó impulso para poder separarme de su pecho, y poco a poco enderezarme, pudiendo cruzar nuestras miradas. La feble y trémula luz que reflectaban las gotas de lluvia de los rayos de un sol agonizante hacía su rostro tan enfermo todavía más bello. Sus ojos verdes, radiantes de fuerza, de valentía y de entereza, irradiaban un brillo tan bonito. Era tan hermoso aquel cuerpo escuálido y mórbido, tantísimo, envuelto por aquella luz tierna, que en aquel momento en el que lo observaba, la enfermedad dejó de existir, se desvaneció junto con el vapor de mis lágrimas, que se engarzaban entre los dedos de Sergey como perlas. En aquel momento se disipó toda mi preocupación y mis dudas, con la visión de sus labios murmurar.

-Si tengo que pasar mis últimos días con alguien, quiero que sea contigo. Vente a vivir a mi casa.

-Sergey…yo…

-Domínguez me ha dado una semana a lo mucho.

-Domínguez es gilipollas.-interrumpí, clavando la mirada en su pecho, mas él me forzó a volver a alzarla.

-Isabel, escúchame.-musitó, entrecerrando los ojos.- Tenemos que esperarnos lo peor; no podemos saber cuándo…-sus párpados volvieron a abrirse. Esta vez sus iris estaban más turbios, a pesar de la calma de su voz.-Puedes seguir con tu piso, para tener donde vivir cuando pase.

-No hables así, mi vida, no hables así.-susurré con la voz rota, tapándole la boca con la punta de mis dedos. Odiaba escuchar la muerte de sus labios.

-Solamente-prosiguió, apartando mis manos con un apretón cálido en la muñeca.-dime si aceptas. ¿Quieres venir conmigo o no?

-¿Cómo eres capaz de dudarlo?-le cuestioné casi en un sollozo.

Me incliné bruscamente para besarle sobre sus álgidos labios, apoyando ambas palmas de mis manos sobre su pecho. Él fue poco a poco alargando el beso, pugnando por aproximarme, rodeando mis caderas. Mis brazos de engarzaron entonces en su cuello, empapando su rostro con mis amargas lágrimas. En aquel momento, no podía ni siquiera distinguir si eran de felicidad o de tristeza. Mi cuerpo había dejado de sacudirse, mi carne había dejado por completo de temblar, mas toda aquella tensión se había acumulado en mi mandíbula, subiendo hacia las sienes como veneno que se expande. Entreabrí los labios entre aquel dolor insoportable, acariciando con infinita dulzura los labios de Sergey, tan resquebrajados y resecos, tan repletos de heridas, procuré que él no notase mal, con mucha delicadeza le besé. Lentamente nos fuimos separando, entreabriendo los ojos para intercambiar ambos una eterna mirada. Ninguno de los dos era capaz de argumentar nada más, ni él a favor ni yo en contra. Ya estaba todo dicho, y lo que no habíamos dicho, tácitamente se había escuchado. Sus pulgares me acariciaron el dorso de mis manos, intentando proveerlas de un calor que no tenían. Hice un ademán de levantarme, para que pudiese seguir vistiéndose, mas tiró de mis manos hacia abajo para detenerme. Observé su atuendo en un golpe de vista. Ya estaba arreglado, solamente le faltaba algo. Se giró, sin soltar una de mis manos, hacia la mesita de noche, de donde sacó aquel pedazo de cielo lluvioso que le había entregado. El gorro de lana gris. Él se lo acercó a la cabeza, mas una de mis manos se apoyó en su muñeca para detenerlo. Fui yo entonces la que engarzó entre sus dedos el gorro, para poder colocárselo. Incliné mi tronco ligeramente hacia el suyo, deslizando ambas manos por su nuca, acariciando en el acto la serpiente que se mordía su propia cola. Pincé los extremos del gorro y habiéndoselo afianzado en la nuca, tiré de ellos, pudiendo cubrir el resto de su cabeza, provista de algún que otro cabello castaño, aunque no tan largo como en la fotografía de su DNI. Mis dedos serpentearon esta vez por su frente, cuidando de no taparla demasiado y que no le picase; en tanto, mis ojos habían permanecido observándole con total compenetración, recibiendo una mirada recíproca por su parte, embebiéndome con las hechizantemente verdes escamas de las serpientes que se agolpaban en su apagado iris. Fui dejando caer mis manos por sus mejillas, notando su extrema delgadez, mas también su suavidad delicada de mórbido mármol, coronada por algún que otro mechón castaño que se entrometía entre su piel y la mía. Vámonos, le susurré, no quería estar ni un minuto más allí encerrada. Igual que Sergey, o también sentía un atroz impulso de salir corriendo por la puerta de urgencias y no volver jamás. Aunque allí fuese el sitio donde culminase nuestro amor, sabíamos que fuera podría florecer con mucho más ímpetu.

Su cuerpo se erguió separándose de la cama, tomándome de las manos para que le siguiese, todavía con la mirada clavada en sus ojos. Noté mi cabello golpear mi espalda, flotando etéreo en el golpe de evanescente inquietud que el alzarse había supuesto. Volvimos a acortar distancias, mas nuestros labios esta vez no se rozaron, ni los suaves mas inexorables latidos de su corazón acariciaron mis oídos, esta vez solamente apoyó su frente sobre la mía, sin ejercer apenas presión, como temiendo quebrarlas con un ápice de fuerza que derrochásemos. Cerré por un segundo los ojos gozando de la tranquilidad, mas al instante volví a abrirlos, deseando volver otra vez a degustar la vista del depauperado brillo que producían los suyos. Allá vamos, le escuché susurrar, mientras se separaba para tenderme la mano, a la que sin duda me aferré, notando en las yemas de mis dedos las marcas que las vías habían desgarrado en su piel. Fue él quien dio el primer decidido paso, siguiéndolo de uno mío en consecuencia, sonoro debido a los tacones, que se fueron engarzando con una ráfaga de palpitantes pasos hasta alcanzar la puerta, la cual abrió una de las resquebrajadas manos de Sergey, agarrando el picaporte con fuerza, mas notándose un feble temblor al no llegar a creérselo de todo.



El pasillo se abrió desierto y yermo ante nosotros, como si fuese una larga pasarela que nos llevase, camino trémulo y deseado, hacia esa libertad que le hacía tantísima falta al cuerpo tan derrotado de Sergey. Esta vez caminamos al mismo ritmo, en la misma dirección, sin intención de mudar la trayectoria. Quizás fue el ruido de nuestro calzado, pues una puerta se abrió, y a nuestras espaldas resonó una voz, que llevaba por bandera en nombre de Sergey. Él se dio la vuelta lentamente, al conocer al dueño de aquellas palabras, mas mi curiosidad me hizo aumentar la velocidad de mi mirada. Apoyada en el marco de la puerta, observándonos con un ademán vergonzoso y a la vez confuso y triste, se encontraba la pequeña Gloria abrazada a una muñeca vestida de princesa, sin ser capaz de articular palabra alguna hasta que Sergey no le respondiese:

-Pequeña, escucha, yo…

-¿A dónde vas?-se apresuró en inquirir, frotándose un ojito con el puño.

-Verás…-la presencia de la pequeña le había pillado tan por sorpresa, que ni siquiera era capaz de inventar una excusa.

Entonces, el sonido de la voz de Sergey hizo que más puertas se abriesen en el acto, como si fuese por consenso, haciendo que se asomasen a mirar más niños, temiéndose lo peor al verle vestido de calle.

-A…Ahora que estáis todos…-miró hacia ambos lados del pasillo, pudiendo intercambiar una mirada con cada chiquillo. Suspiró fuertemente, entrecerrando los ojos.-Voy a irme del hospital.-abrió los ojos convencido por sus palabras, intentando otorgarles veracidad.-Ya me he puesto bien así que tengo que irme. Os prometo…os prometo que me acordaré todos los días de vosotros.

Hizo una pausa para poder tragar saliva, temiendo que pudiesen percatarse de las gotas de sudor frío que resbalaban por su cuello debido a la brutal mentira que estaba contando. Se hizo el silencio por un momento, tal era que podía incluso escucharse la respiración de cada uno de los presentes, los cuales seguían observando a Sergey, esperando que desmintiese sus palabras. Fue entonces cuando el silencio se quebró de repente, en el momento en el que la pequeña Gloria estalló en lágrimas, dejando escapar de su garganta un sollozo tan fuerte que parecía desgarrársela. Tiró la muñeca en el suelo provocando un seco golpe, antes de echarse a correr hacia Sergey y abrazarse a una de sus piernas, hundiendo la cabeza en su cintura para poder amordazar su llanto. Mi vida, susurró de forma casi inaudible, acuclillándose para poder mirarla de frente y pudiese ella apoyarse sobre su hombro, sin dejar de gimotear cada vez más fuerte.

-Gloria, mi vida.-musitaba sobre su oído, acariciándole la cabeza sin cabello alguno muy suavemente, temblando esta vez de forma visible.-No llores, por favor, no.

Siguiendo con el ejemplo que la pequeña les había brindado, el resto de niños comenzaron a correr hacia Sergey, abrazándose a cada rincón de su cuerpo que encontraban sin tapar. Tanto los más chiquitines como los más mayores se engarzaban en su cuello, serpenteaban para apoyarse sobre su pecho, colocaban sus mejillas a lo ancho de su espalda y las frentes sobre sus piernas. Él se mostró durante un fugaz momento sin saber cómo actuar, observando el tremendo despliegue sin siquiera aliento, mas no tardó en rodear con los brazos que le habían sido respetados a todos los críos que pudo, y girarse muy levemente para acariciar a los que estaban tras él. Muchos de ellos también se habían echado a llorar al saber que no tendrían con quién jugar a las chapas ni al fútbol y al menos Gloria, también por no poder tener a quien le calmaba las pesadillas, a quien le decía que se acostase a su lado y con su calor ahuyentaba todo el miedo, a todos los monstruos que la atemorizaban. La voz de Sergey se mostró esta vez más serena, mas todavía suplicante y rota, debido a aquella muestra de cariño que le brindaban.

-Tranquilos, vamos…Os prometo que os vendré a visitar todas las semanas. Os lo prometo, pero por favor, no me hagáis esto.-susurró por último, inclinándose para besarles la cabeza a un par de ellos al azar. Posteriormente, su mirada cetrina se clavó en mí, como preguntándome qué hacer para que dejasen de llorar. Si yo lo hubiese sabido, ya lo tendría usado conmigo misma cuando me contó la noticia.

Poco a poco los abrazos se iban aflojando, sin cesar ninguno de los llantos que se habían despertado. La mayoría de los niños optaban ya por dejar sus cuerpos apoyados contra Sergey, rozando su ropa con las manos en tímidas caricias. Él se fue lentamente enderezando, procurando no turbar a ninguno de ellos, mas aprisionaron con los dedos su camisa, obligándole a retenerse, no solo por el gesto sino por las miradas tan cargadas de tristeza que le ofrecían. Volvió a reiterar que volvería a visitarlos, pero que tenía que irse a casa. Que por fin podía irse a casa. Gloria fue la primera de nuevo que, con gran pesar, dejó de abrazarle, orientando su mirada vidriosa hacia el suelo, y poco a poco el resto de niños la imitaron, tapándose muchos la boca para ahogar los sollozos, o frotándose los ojos rojos de tantísimo llorar. Sergey les dedicó una sincera sonrisa, diciéndoles adiós con la mano, agitando los dedos en el aire, mientras que dejaba la otra a merced de la inercia, que la llevaba a aferrarse a una de las mías. Nos dispusimos a irnos, entre las despedidas que nos proferían los niños entre llanto, lo que hacía a Sergey procurar acelerar el paso. Seguramente no era yo sola la que notaba aquel nudo en el estómago, aquel insoportable peso sobre el corazón, como si la sangre que contuviese fuesen bloques de plomo. En ese momento, pudimos escuchar una voz entre la multitud, sobresaliendo entre el resto, al pronunciar el nombre de otra persona:

-¡Isabel! ¡Ponte el vestido de princesa y hazle muy feliz!

Detuve drásticamente mi avance, girando la cabeza, con los labios entreabiertos a punto de soltar un gemido, para poder cerciorarme de que era aquella nuestra pequeña, volviendo a repetir de nuevo la misma frase entre lágrimas. Tragué saliva, a pesar de notar la garganta atenazada, y apreté todavía más la mano de Sergey, para seguir caminando, evitando así romper a llorar. Es como si ya lo supiera, es como si lo supiera todo, como si lo supiera todo.

-¿Estás bien, mi amor?-me cuestionó él, ladeando la cabeza para poder observarme de soslayo, transluciendo un ademán de preocupación, y a la vez de incertidumbre.

Le devolví la mirada, asintiendo levemente esbozando una sonrisa, que arranqué de mis entrañas no sin esfuerzo. La entrada se alzó entonces ante nosotros, con sus dos puertas transparentes como colosos custodiando la única salida, el limbo que separaba la libertad de una esclavitud cuasi eterna a algo que crece en tu propio cuerpo. Nos detuvimos frente a ellas, escudriñándolas de arriba abajo, como si pudiésemos entrever un ápice de luz en alguna de sus rendijas. Ahora nos encontrábamos ya lejos, lejos del pabellón de los enfermos de cáncer, lejos de los niños, de la habitación 200, lejos de aquella cama estrecha, de las vías, de la mascarilla, de todo. Estábamos tan lejos, en tan poco tiempo, que parecía prácticamente increíble, tanto que las manos de Sergey mismo comenzaron a sacudirse en suaves temblores. Giré la cabeza para observarle de soslayo. Seguía siendo el mismo rostro que había visto en aquella cama postrado hacía ya casi dos meses. La misma nariz un tanto aguileña, las mismas mejillas blancas como esculpidas en la cera de una vela que se apaga, los mismos ojos verdes y profundos, como serpientes enroscadas en el centro de sus córneas, los mismos labios, que ahora se entreabrían para poder respirar ansioso, sin poder creer lo que estaba pasando, lo que estaba viviendo a una velocidad de vértigo. Apreté un poco su mano trémula, mientras le cuestionaba en un susurro:

-Sergey, ¿estás seguro…?

-Sí.-respondió, interrumpiéndome, con gran decisión en la voz. Su mirada se clavaba en el exterior difuso, que hasta ahora y desde hacía meses sólo había podido vislumbrar a través de un vidrio, sin ser capaz de extender los dedos y tocarlo, sin poder cerrar los ojos y sentirlo, incapaz de inspirar hondo y saber que ese aire que respira no está compreso en una bombona, que es natural, y que puede, que puede asirlo en sus pulmones sin ayuda alguna, sin intermediarios, ni ataduras. Dio un paso adelante. Liberó la tensión de su pecho en un profundo suspiro. Y las puertas se abrieron ante nosotros dos…

1 comentario:

  1. Una semana... Jo. Por lo menos conseguirá estar fuera del hospital con Isa a su lado T3T

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